El examen

¿Cuándo comienzan a irse los hijos, si es que alguna vez llegaron? La pregunta le vino de la nada. Como en otras ocasiones, intentó evadir la respuesta; todavía había algo de nostalgia o de amor lejano; ya irrealizable, ya ido irremediablemente. Esta vez la cuestión fue más exigente, más celosa. Le urgió respuesta. No cedió a la indiferencia o al letargo. Cuándo comienzan a irse los hijos, si es que alguna vez… 

Como en otras ocasiones intentó leer el periódico o consultar el teléfono para la evasión, para evitar los viejos dolores que acaso. Esta vez no pudo, cayó presa de la circunstancia. No luchó contra el tiempo; tampoco contra los recuerdos y sus recovecos. Por suerte hubo una banca a no muy lejos. Dejó las obras de Montaigne al lado, descargó la mochila, movió la cabeza con ese tic que delataba sus nervios, miró la fachada de la iglesia de San Juan, sacó un cigarrillo, lo encendió, cruzó una pierna y miró la película de su vida, la que fue en aquellos días, ya lejanos, irrealizables o irremediables. 

Desde la más reciente cara del hijo, de barba negra y abundante, realizó el rodaje de una cinta personal, sin sentido, sin hilo conductor, una especie de documental que llegaba de la emoción, sin orden o relato. Imagen tras imagen, barajas soltadas por el tahúr de la memoria. 

Lo vio desde aquel día. Bañadito y ese uniforme una talla más grande. Mochila inmensa de libros por llenar. Cantimplora, manitas de costal y cachetes globos de la vuelta al día en ochenta mundos. Lo vio, seguro que lo vio, en aquellas escaleras frescas y mal iluminadas, con la risa abierta y aquella vocecita tierna que nunca volverá: cuadernillo, hoja, lápiz y el estreno de las vocales, primero la A.  “¡Vamos a la escuela, pá!”, dijo. No. No dijo. Gritó, con la ilusión entre los labios, como el niño que era: “¡Vamos a la escuela, pá!”

Como en otras ocasiones allí se contuvo. Miró otra vez a San Juan, se estremeció y, falsamente, intentó volver a Montaigne. Pero en esta vez los recovecos jugaron su papel. El niño en el umbral de la escuela local. Lo vio irse, sin mirar atrás. Convertido en sal, lágrima viril sobre el corazón, dejó que la lontananza fuera nube, luego sol que se esconde en la lejanía del mar. Así nacen los héroes, exclamó, burlándose de Hegel. Allí va un destino; un hombre, un sol sobre las olas. 

A revés de otras ocasiones, esta vez no pudo contenerse. Y se dejó llevar sobre el río de los días. Libre de los dolores que acaso. Sucedieron los pájaros y los árboles. Sucedió Dios. Mucho antes de aquel “!vamos a la escuela, pá!” estaba en Villahermosa y leyó a Pellicer en su tinta. El niño, dice el Evangelio, había nacido. Recordó que escribió en la solapa de un libro de estética medieval, a vuelapluma a plenilunio, un mensaje a la isla del mediodía. Por esoterismo, por simbolismo o por alquimia, lo vio a lo lejos, ya hecho, con barba negra y abundante. Absurdo -pensó ahora en la plaza, en la banca, frente a San Juan- que no fue aquel día de la escuela, pá. Sino después o lo de mucho después. “Déjanos verte pasar”, recordó que escribió en aquella noche de Villahermosa, pero sin pensar en la escuela, o en el pá, o en las manitas de costal. Lo vio -cómo decirlo- como ahora, como casi ahora que casi el examen, que casi el círculo solar. Lo vio como casi ahora. Como la corbata o la letra A. 

Como en otras ocasiones supo que las lágrimas y la sal. Y por eso las evitaba. Las evadía. Las dejaba ir en el arroyo, como las sirenas o las musas o el ultramar. Llegado a playa, frente a San Juan, lo vio -otra vez- aún sin barba negra y poblada debatiendo si la contaduría o la Historia; Clío -el mundo en ochenta vueltas- estaba allí, en la terraza o jardín. Le dijo, recordó, que la Historia comienza cuando se van los hijos si es que llegaron. Le recordó -recordó ahora- déjanos verte pasar. Y aquella risita abierta y la vocecita que nunca volverá, aparecieron entre el arroyo y la mar. Bañadito sin uniforme una talla más grande, el niño -o lo que fue el niño más lindo- dijo: vamos a la escuela, pá. 

Clío, la de ojos sin tiempo, sonrió. 

Recordó, ahora sí, los dolores que acaso. La lejanía, la pubertad, el desprecio parricida. Lo que temía. Fumó otra y otra vez. Quizá lloró. Lo que evadía. Los días sin él. Sin ellos. Y sintió la paternal culpa del fracaso. Pero, a diferencia de otras veces, siguió. Dios al lado. Villahermosa, aquel lápiz o pluma, la transmutación del alma, Pitágoras, Zenón y la Stoa, el testimonio de una noche, la cabeza a la izquierda, los nervios, la pierna cruzada, Eco, el presentimiento. Las cartas del tarot. ¿Cómo fue que llegó y se fue? 

Fumó. Sucedió, otra vez, el Señor. Con una lágrima, la cascada de la dicha, se lo imaginó mañana cuando el examen profesional; el círculo, la promesa cumplida, el umbral, la escuela sin mirar atrás. Y se quedó en aquel día cuando la mochila estaba por llenarse de libros y el te amo, pá.   

Cuando se levantó, llovía. Y susurró: llegaron para irse, lo nuestro es una pluma para dibujarlos, nuestros héroes.  La vida es nuestra Historia. 

Y un balón, de niños jugando, llegó a su ojos… 

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