Una bofetada del destino

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Lo que sucedió fue un tiro de esquina. Acaso la jugada más azarosa del juego. Cuando Brasil y Uruguay dirimían en duelo de evocaciones, un córner maldito, especie de macabra bofetada del destino, terminó por decantar el resultado a favor de un equipo local, espantado durante casi todo el encuentro.

Jugando con el trauma del 50 en la memoria, emocionalmente inseguro, Brasil se dejó dominar por el ímpetu, la altivez y el sindicalismo uruguayo, que siempre con poco hace mucho. El equipo celeste, sin embargo, dio cátedra de cómo se juega el futbol en toda la cancha sin necesidad de la pelota. Difícil encontrar el sobresaliente en la escuadra uruguaya, convertida en un colectivo más que en un simple conjunto de voluntades: Tavarez ha creado un gremio antes que una club de amigos; una unión nacional antes que una banda de músicos.

Desde el inicio del juego, prologado con un estremecedor cántico del himno nacional, esa recurrencia que permite la entrada a la cancha del desagravio político, Uruguay jugó al pasado, a poner en el rival los recuerdos de la tragedia, los silencios, la impotencia, aquel gol de Ghiggia que sigue merodeando en Río. Los visitantes jugaron, pues, un partido extramuros; allá donde se debaten las pasiones, las ofensas, el sicoanálisis. Brasil, en cambio, jugaba contra el pasado, irremediable, pero  tormentoso, y ante el futuro, lleno de todas las dudas, sospechas de derrumbe en el mundial del año entrante, ante España o Alemania.

David envolvió a Goliat desde el comienzo. Y sin onda. Un penalti marcado por una falta de David Luiz en el área contra Lugano hizo que más de uno recurriera a Freud más allá del principio del placer. Forlán, displicente, hasta grosero, entregó al arquero Julio César la flecha inútil de Guillermo Tell. La manzana estaba envenenada de hubieras; sin encanto, lo demás es inútil.

El empate pocas veces ha sido tan sentimental como el que se vivió hasta el minuto 41, cuando Neymar, jugando ya de Dalí, convirtió a la recepción en un trazo casi prefecto. Tiró al arco, Muslera, siempre impredecible, desvió y Fred, casi torpemente mandó la pelotita dentro del arco.

Uruguay, enorme pulmón y grandioso corazón, avanzó en la medida de sus austeras posibilidades. El tiempo se ha recorrido dos años en las piernas de Cavani, Suárez y Forlán. Aún así cada uno es un presente de mustias esperanzas en sus  clubes. Echado para delante, altanero y calculador, Uruguay encontró el premio en el 68 con gol de Cavani. A partir de entonces, Ghiggia merodeó la cancha, como pesadilla en medio de la vigilia, que tampoco es realidad sino una evocación a lo que fue una realidad, la pesadilla misma.

Uruguay juagaba al azar, a esa jugada salida de la literatura, de la épica, para acabar un Brasil sin medio campo y con sobrada fantochería. La entrada de Bernard le devolvió al local la idea del juego, pero tampoco tanta. Scolari, primer uruguayo en contra del Brasil, buscaba,  por su lado, una juagada, cualquiera, que acabara con el drama, y el trauma. Solo llega lo que no se busca y en un córner Kafka es profeta. Paulinho saltó, ante la torpeza de Muslera, la pelota entró y Belo Horizonte no se convirtió en sucursal de Maracaná.

Lo que sucedió fue un córner. Nada más.

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